El Diente Roto

La propia identidad de la literatura venezolana comienza a forjarse a partir de las crónicas de indias y de la mezcla entre las costumbres indígenas y la ilustración europea. 

El prócer de la independencia Simón Bolívar (1783–1830), el poeta y educador Andrés Bello (1781–1865), el poeta Juan Antonio Pérez Bonalde (1846–1892) y el poeta y periodista Andrés Mata (1870–1931) son algunos de los iniciadores de las letras venezolanas en el siglo XIX.

Respecto a los cuentos venezolanos, los autores destacados a lo largo de la historia fueron muchos y de estilos muy variados. He aquí a:

Pedro Emilio Coll

Narrador venezolano (Caracas, 1872-1947), uno de los principales promotores del modernismo en su país. Influenciado por su padre, Pedro Coll Otero, quien lo contagió de ese virus literario.

El cuento sigue la historia del pequeño Juan Peña, un niño de doce años con una actitud alborotada, siempre dispuesto a hacerle bromas y perversidades a cualquier persona. Pero todo eso cambió cuando en una pelea se le rompe uno de sus dientes. 

Desde ese entonces, Juan Peña se la pasaba todo el día tocándose el diente roto con la punta de su lengua, haciendo nada más. La madre muy preocupada del drástico cambio de actitud de su hijo, lo lleva al doctor para ver qué es lo que tiene, pero éste le dice que Juan sufre del mal de pensar, aludiendo que es un gran pensador y tal vez hasta un filósofo precoz.

La voz se corre por el pueblo y la popularidad de Juan Peña como genio crece cada vez más. Tanto así, que logra ascender en los cargos políticos hasta que logra llegar a la presidencia, mientras que, sin hacer el mayor esfuerzo, éste sólo seguía tocándose su pequeño diente roto. 

Sin embargo, cuando Juan estaba por ser decretado presidente muere de una apoplejía y todo el país entra en un riguroso duelo nacional.

Pedro Emilio Coll dejó como uno de sus mayores legados de modernismo literario el cuento de “El diente roto” que, a pesar de no ser muy extenso, expresa la realidad política de su época, aunque su significado ha transcendido hasta la actualidad.

EL DIENTE ROTO (Cuento)

A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.

Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornose en callado y tranquilo.

Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.

Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.

—El niño no está bien, Pablo —decía la madre al marido—, hay que llamar al médico.

Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

—Señora —terminó por decir el sabio después de un largo examen— la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted...

—¿Qué, señor doctor de mi alma? —interrumpió la angustiada madre.

—Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible —continuó con voz misteriosa— es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.

En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. 

Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.

Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.

Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.

Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.

Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.

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